miércoles, 25 de febrero de 2009

Certezas de un error.

Aquella tarde él estaba extraño. Desde el momento mismo en que cruzó la puerta me percaté de que algo pasaba. No quise preguntar, siempre es mejor darle tiempo. Ustedes lo conocen, las palabras hay que sacárselas con tirabuzón y le encanta jugar a las adivinanzas. Tiene esa costumbre de los silencios largos. De hacerte esperar una eternidad después de cada punto. Le gusta jugar a la intriga. Espera hasta que el corazón te lata tan fuerte que él pueda escucharlo desde cualquier esquina de la habitación y recién ahí, en ese momento en que uno se apresta a languidecer y explotar en llanto, justo ahí larga la primera palabra.

Me abrazó. Él no es de los que abrazan por nada. Instantáneamente se soltó de mí. Su mirada acechó un punto fijo en el suelo. Lo contempló largamente y una mueca, que quiso imitar una sonrisa, rompió la tensión que aquel abrazo inesperado había erigido. Tomó mi mano y me condujo hacia la alfombra. Se sentó contra la pared, colocó su cabeza entre las piernas. Me acomodé a su lado. Quiero contarte algo, dijo.

Fue la primera vez que me puso frente a sus secretos. Si hubieran visto cómo le temblaba todo. Las manos, la voz. Era una hojita de otoño agostándose lentamente, hamacándose en los brazos del viento. Quiso ocultarme sus lágrimas pero yo las vi. No dije nada para no avergonzarlo. Las vi correr por su mejilla y vi como él las secaba rápidamente con la yema de su dedo índice, mientras simulaba que se rascaba la nariz.

No fue fácil escucharlo. No fue fácil creer lo que oía. No fue fácil aceptar su realidad. Nada fue fácil desde entonces.

Él estaba ahí, igual que un pequeño confesando su peor travesura y esperando el peor de los castigos. Yo también estaba ahí, sintiéndome juez, sintiéndome con derecho a castigar. Qué esperaba de mí en ese momento, no lo sé. Tampoco recuerdo bien qué se me pasó por la cabeza. Sólo sé que lo que hice no es lo que quería hacer. Sólo sé que me encontré embriagado de miedo y desconcierto. Sólo sé que el silencio venció a las palabras y que mi garganta quedó repleta de cosas que aún hoy no he podido decirle. Sólo sé que desde la alfombra lo vi irse, vi como cerraba mi puerta detrás de sí. Sólo sé que fui yo, quien aquella tarde le pidió que se fuera.

Y es desde esa misma tarde que yo sólo vivo para encontrarlo. Ustedes lo conocen bien, sabrán dónde está. Si lo ven, díganle que hoy sólo sé que lo amo.

lunes, 16 de febrero de 2009

El parque.


Volvíamos de una fiesta en las afueras de la ciudad. Era una noche oscura en la que la luna ocultaba su rostro y la niebla de invierno nos conminaba a una ceguera forzada, apenas interrumpida por las luces de algún vehículo que transitaba por el carril contrario. La conversación dentro del auto no era otra que la esperada luego de algunos tragos, un poco de música y el desfile de rostros desconocidos. El ingreso a la ciudad estaba cerca, sólo bastaba atravesar aquel parque y la civilización nos ofrecería su puerta de ingreso para deshacernos de la penumbra que parecía tragarnos.

Cuando bordeábamos el parque, un presentimiento extraño se adueñó de todos mis sentidos, algo que me aturdía y no me permitía pensar claramente. Le pedí que detuviera el auto. “Algo malo pasa en el parque”. Me dijo que no fuera ridículo. “Acá no hay un alma. Y si hay alguien mejor ni saberlo. Seguro nos roban.”

Quise tranquilizarme. Tenía razón, había bebido bastante y estaba algo confundido. Cuando mi respiración retomó su ritmo normal, volví a sentirlo. Ahora estaba seguro que aquello era una voz. “¿Escuchaste? Alguien nos está llamando desde el parque. ¡Paremos!” Insistí.

Aceleró la marcha, y me lanzó una mirada de fastidio.

Miré hacia el parque, y vi cómo un claro se abría en la espesura de la niebla. Era como si alguien estuviera luchando. Sentía su furia. Oía sus palabras como un pequeño susurro junto a mis oídos. Alguien pedía ayuda y yo no podía hacer como si nada pasara.

Llegamos a un semáforo. Le dije: “Si no volvemos me bajo acá. Algo pasa. Lo vi”. “¿Dónde?” “Allá, en el centro del parque.” “Con esta niebla, a esta hora es imposible que veas el centro del parque, ¡no perdamos el tiempo!”

En ese momento un golpe me sobresaltó, fue un instante, un segundo. Giré mi cabeza y vi aquel rostro espectral y distorsionado que se estrellaba contra el vidrio del auto y desaparecía con la misma velocidad con la que llegó allí. El encuentro con esa mirada aterrada me bastó para entender que no podía quedarme sentado. Él me miró y me dijo: “¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?” Abrí la puerta y me arrojé hacia el parque.

Fue un instinto. Corrí hacia donde había visto el claro. La voz me guiaba a través de la oscuridad con sonidos que me provocaban una tristeza inconmensurable que crecía a cada paso. Mis ojos se debatían por encontrar aquella voz en el vacío. Sentía el peso de la niebla sobre mis hombros. Mis pies tropezaban con ramas y raíces. La cercanía me permitía distinguir que aquella voz era un llanto, una súplica.

Allí lo encontré. Apenas alcancé a sostenerlo en mis brazos. Abrió sus ojos por última vez y dijo “Gracias. Llegaste.”

Estaba tendido sobre un banco justo en el centro del parque. En aquel lugar donde de día algunos niños juegan alrededor de la fuente y de noche otro muere en soledad, rodeado de silencio, de niebla, de olvido.

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“15 años. Parece una sobredosis. Una pena.” Dijo el policía.