jueves, 4 de junio de 2009
Ni el tiro del final...
domingo, 10 de mayo de 2009
Mi cara de él.
Una tarde, revisando fotos viejas en mi casa, encontré una foto del último día de clases del jardín de infantes. Recorrí aquellos rostros ya desconocidos una y otra vez, tratando de hacer memoria, de recuperar algún recuerdo, alguna cara. Uno de los chicos me llamó la atención. No estaba seguro. Ya estábamos más grandes, teníamos 10 años, pero estaba casi convencido que ese chico rubiecito que estaba al lado mío en la foto de jardín era el mismo que me robaba suspiros en la maestra particular.
Para no dejar lugar a dudas, fui a hablar con mi mamá.
“¿Ma… quién es este chico?”. “Ese es Fer, tu mejor amigo de jardín. Venía siempre a casa. ¿No te acordás?”
Mi cara se iluminó. ¡Habíamos sido amigos! Habíamos compartido toda nuestra niñez y ahora el destino se encargaba de volvernos a juntar para que pasáramos el resto de nuestra vida juntos.
Ese mismo día me robé la foto del álbum y la guardé en un cajón. Su cara era diminuta, casi imperceptible, típica foto de curso…Pero yo la atesoraba y cada día al levantarme miraba su foto a escondidas, era lo único que necesitaba para que mi día se iluminara por completo.
Como para mí nada es suficiente, puse la foto en el cuaderno de la maestra particular. Y como para mí NUNCA nada es suficiente recorté su carita (quedó un rectangulito de medio centímetro por medio centímetro) y lo pegué en una esquina del cuaderno. No sé si realmente creí que él no lo iba a ver o si lo hice para que la viera y se diera cuenta que la vida estaba esperando para unirnos (estaba convencido que cuando me preguntara le iba a responder eso: “fuimos juntos al jardín, ahora a la particular y seguro al secundario, la vida quiere que estemos juntos”).
La cara de terror de ese pobre chico cuando abrió mi cuaderno y vio SU FOTO pegada. Y no era su foto junto a otros 40 chicos en guardapolvos celestes a cuadros, era SU FOTO: su cara reducida a medio centímetro pegada en el cuaderno de alguien que para él era un completo extraño.
Fer: “Este…. Este ¿Soy yo? Sí, soy yo.”
Dago: (Con su mejor cara de “no sé de qué me hablás”)… ¿Qué?
Fer: Esta foto… ¿De dónde la sacaste?
Dago: ¿Qué foto?...Ahhh… mirá. Ni idea, ¿Sos vos? ¡Estás más chiquito! Se te habrá caído a vos y viste que con el calor las fotos se quedan pegadas. (Desde pequeño soy un as para salir de situaciones complicadas).
Fer: No, yo no tenía esa foto mía.
Dago: Entonces ni idea, ¿la querés? ¿Te la devuelvo? ¿Para qué quiero yo una foto tuya? (¡Por Dios y
Con la punta del portaminas empezó a rasparla hasta que la arrancó y la rompió en pedacitos tan chiquitos que no hubiera podido reconstruirla aunque pasara el resto de mi vida dedicado a ello (y si hubiera podido lo habría hecho). Cada impulso de mi cuerpo me empujó a tirarme al suelo, recoger los restos de su cara, que era mí cara de él, y llorar desesperadamente. Pero soy capricorniano y como buen capricorniano me pude controlar, suspirar profundo y ahogar cada lágrima, tragar saliva y hacer de cuenta que no me importaba en lo más mínimo, mientras que el corazón se me estrujaba en el pecho y se me retorcía hasta dolerme, dolerme de verdad.
La clase transcurrió con normalidad, fuimos juntos hasta la parada de colectivo, pero en vez de subirme con él al 40 como cada tarde, inventé una excusa y dejé que se fuera solo.
Lloré en aquel banco de plaza hasta que una señora se acercó y me preguntó si estaba perdido. Le dije que no. “Estoy triste nada más.”
Cuando había recuperado el aliento y mis ojos habían recobrado su color y tamaño normal retorné a mi hogar.
Ahí estaba mi madre, sentada en el sillón de la galería con una foto en la mano. Una foto a la que le faltaba un rostro. Quise seguir de largo pero me detuvo y me extendió otra foto. “Tomá, acá están Fer y vos solos y se ve mejor. ¡Dejá de romperme las fotos del álbum! ¿Estuviste llorando?”
“No Ma… Me entró una basurita…”
lunes, 20 de abril de 2009
Contradicciones.
Soy lo mucho cuando es poco.
Soy el instante de lo eterno,
Cuando nunca es para siempre.
Soy lo ausente en el reflejo,
La soledad que te acompaña.
Soy lo que ves cuando no miras,
Lo que gritas en silencio.
Soy el amor con que te odio,
y las lágrimas de la risa.
Soy el hoy de un pasado,
El ayer de aquel futuro
que no fue, pero ya ha sido.
sábado, 18 de abril de 2009
Amor de la infancia
Era mi primer día en la maestra particular. Mi madre había decidido que fuera a ese colegio y tenía que hacerme preparar durante todo un año. Llegué temprano, como de costumbre. Yo era un pequeñín de apenas 10 años. Ahí estaba Dago con su cuadernito A4 y sus lapiceras nuevas (de todos los colores, rosa, violeta, verde fluorescente. Las de gel, toda una sensación en ese momento). Pasé a la salita donde Carmela, mi profesora, me iba a dar clases. Éramos pocos, enseñanza personalizada que le dicen. La clase estaba a punto de empezar cuando se abre la puerta, “¡Perdón seño! Se me pasó el colectivo.” Era él. Llegaba agitado, se ve que había tenido que correr un par de cuadras para no llegar demasiado tarde. Su pelo rubio caía sobre los hombros, ojos verdes destellantes, figura esbelta. Se sentó a mi lado. Nunca me había latido el corazón tan fuerte, se percató que estaba mirándolo. Me sonrió. El corazón se me salía del pecho. “¿Soy Fernando, sos nuevo?” Tardé unos segundos para darme cuenta que me hablaba a mí. “Sí” dije y clavé los ojos en la tapa de mi cuaderno. “¿Cómo te llamás?” “Dago”. “Ah… Dago, ojalá entremos los dos. Por ahí hasta después estamos en el mismo curso.” La profesora comenzó con la clase. Me llevó un tiempo concentrarme, a cada instante lo miraba de reojo para ver qué hacía, y me transpiraban las manos cada vez que se me acercaba a ver cómo había respondido esta o aquella pregunta.
Así fue como me enamoré por primera vez. 10 años. Una vida diminuta y el amor que en ese entonces era un absoluto. Desde ese momento cada pensamiento se lo dedicaba a él. Obviamente no tenía bien claro qué era lo que me pasaba. Sólo sabía que toda mi vida se reducía a esas 8 horas semanales que compartía con Fer. Cada acercamiento, cada gesto, cada pregunta que viniera de él, significaban para mí una declaración de amor incondicional, un pacto secreto entre nosotros, un código que sólo nosotros conocíamos. Me tomaría casi un año completo darme cuenta que todo eso era una ilusión. Aquel niño de 10 años, probaría por primera vez en su vida (aunque no la única) el amargo sabor de la decepción y el doloroso dardo de la humillación. Aquel sería el bautismo de honor con el que se le pondría fin a la inocencia, que sería acribillada de la forma más dura y cruel. Así di mis primeros pasos hacia eso que llamaban madurez. Un corazón puro comenzaba a marchitarse. (Obviamente, esto va a continuar…)
miércoles, 11 de marzo de 2009
Resistencia.
Cuando recobré la conciencia vi al asesino sosteniendo aquel cuchillo. Vi al cuchillo en mis manos.
Estábamos los dos naufragando en un mar de sangre tibia. Tu cuerpo tendido perforado por la furia. Tu aliento agonizaba en tinieblas. Tus ojos revoloteaban por la habitación en busca de una esperanza. Aquel pequeño haz de luz que se infiltraba desde el exterior te indicaba la salida. Recobraste el impulsó y quisiste escabullirte.
Nuevamente quisiste huir de mí.
Con tus últimas fuerzas intentaste arrastrarte.
Yo lloraba, lloraba desconsoladamente. Mientras me acercaba hacia tu cuerpo reptante, cada una de mis lágrimas te pedía perdón. Tu voz era un llanto ahogado, un grito desesperado que quedaba atrapado en tu garganta, una súplica despavorida.
Yo sé que no querías hacerlo. Yo sé que no querías. No querías huir por eso te detuve. Querías quedarte conmigo y no sabías cómo decirlo.
Tú no querías por eso te detuve.
Tomé tu pie, te arrastré nuevamente hacia mí. Quisiste sostenerte con tus manos, en el suelo de madera quedaron las marcas de tus uñas. Nunca entendiste que no tenía sentido resistirse. Jamás tuviste piedad de mí. Si alguna vez hubieras comprendido que tu única esperanza era yo, nada de esto hubiera pasado. Pero elegiste resistirte. Elegiste huir.
Tuviste la oportunidad.
Te miré a los ojos y te di la oportunidad de hacer que el tiempo vuelva hacia atrás. Y lo último que dijiste fue auxilio. Elegiste tu libertad, pero nunca entendiste que tu libertad era yo. Y jamás te rendiste.
Aquella caricia de reconciliación que había comenzado en tus cabellos ensangrentados, acabó en tu cuello y sentí como tu último hálito de vida se desvanecía entre mis dedos.
Y ahora es de mi herida de donde brota esta sangre que se mezcla con la tuya.
Creíste que la muerte te permitiría ser libre. Y lo único que conseguiste fue una eternidad junto a mí.
miércoles, 25 de febrero de 2009
Certezas de un error.
Aquella tarde él estaba extraño. Desde el momento mismo en que cruzó la puerta me percaté de que algo pasaba. No quise preguntar, siempre es mejor darle tiempo. Ustedes lo conocen, las palabras hay que sacárselas con tirabuzón y le encanta jugar a las adivinanzas. Tiene esa costumbre de los silencios largos. De hacerte esperar una eternidad después de cada punto. Le gusta jugar a la intriga. Espera hasta que el corazón te lata tan fuerte que él pueda escucharlo desde cualquier esquina de la habitación y recién ahí, en ese momento en que uno se apresta a languidecer y explotar en llanto, justo ahí larga la primera palabra.
Me abrazó. Él no es de los que abrazan por nada. Instantáneamente se soltó de mí. Su mirada acechó un punto fijo en el suelo. Lo contempló largamente y una mueca, que quiso imitar una sonrisa, rompió la tensión que aquel abrazo inesperado había erigido. Tomó mi mano y me condujo hacia la alfombra. Se sentó contra la pared, colocó su cabeza entre las piernas. Me acomodé a su lado. Quiero contarte algo, dijo.
Fue la primera vez que me puso frente a sus secretos. Si hubieran visto cómo le temblaba todo. Las manos, la voz. Era una hojita de otoño agostándose lentamente, hamacándose en los brazos del viento. Quiso ocultarme sus lágrimas pero yo las vi. No dije nada para no avergonzarlo. Las vi correr por su mejilla y vi como él las secaba rápidamente con la yema de su dedo índice, mientras simulaba que se rascaba la nariz.
No fue fácil escucharlo. No fue fácil creer lo que oía. No fue fácil aceptar su realidad. Nada fue fácil desde entonces.
Él estaba ahí, igual que un pequeño confesando su peor travesura y esperando el peor de los castigos. Yo también estaba ahí, sintiéndome juez, sintiéndome con derecho a castigar. Qué esperaba de mí en ese momento, no lo sé. Tampoco recuerdo bien qué se me pasó por la cabeza. Sólo sé que lo que hice no es lo que quería hacer. Sólo sé que me encontré embriagado de miedo y desconcierto. Sólo sé que el silencio venció a las palabras y que mi garganta quedó repleta de cosas que aún hoy no he podido decirle. Sólo sé que desde la alfombra lo vi irse, vi como cerraba mi puerta detrás de sí. Sólo sé que fui yo, quien aquella tarde le pidió que se fuera.
Y es desde esa misma tarde que yo sólo vivo para encontrarlo. Ustedes lo conocen bien, sabrán dónde está. Si lo ven, díganle que hoy sólo sé que lo amo.
lunes, 16 de febrero de 2009
El parque.
Volvíamos de una fiesta en las afueras de la ciudad. Era una noche oscura en la que la luna ocultaba su rostro y la niebla de invierno nos conminaba a una ceguera forzada, apenas interrumpida por las luces de algún vehículo que transitaba por el carril contrario. La conversación dentro del auto no era otra que la esperada luego de algunos tragos, un poco de música y el desfile de rostros desconocidos. El ingreso a la ciudad estaba cerca, sólo bastaba atravesar aquel parque y la civilización nos ofrecería su puerta de ingreso para deshacernos de la penumbra que parecía tragarnos.
Cuando bordeábamos el parque, un presentimiento extraño se adueñó de todos mis sentidos, algo que me aturdía y no me permitía pensar claramente. Le pedí que detuviera el auto. “Algo malo pasa en el parque”. Me dijo que no fuera ridículo. “Acá no hay un alma. Y si hay alguien mejor ni saberlo. Seguro nos roban.”
Quise tranquilizarme. Tenía razón, había bebido bastante y estaba algo confundido. Cuando mi respiración retomó su ritmo normal, volví a sentirlo. Ahora estaba seguro que aquello era una voz. “¿Escuchaste? Alguien nos está llamando desde el parque. ¡Paremos!” Insistí.
Aceleró la marcha, y me lanzó una mirada de fastidio.
Miré hacia el parque, y vi cómo un claro se abría en la espesura de la niebla. Era como si alguien estuviera luchando. Sentía su furia. Oía sus palabras como un pequeño susurro junto a mis oídos. Alguien pedía ayuda y yo no podía hacer como si nada pasara.
Llegamos a un semáforo. Le dije: “Si no volvemos me bajo acá. Algo pasa. Lo vi”. “¿Dónde?” “Allá, en el centro del parque.” “Con esta niebla, a esta hora es imposible que veas el centro del parque, ¡no perdamos el tiempo!”
En ese momento un golpe me sobresaltó, fue un instante, un segundo. Giré mi cabeza y vi aquel rostro espectral y distorsionado que se estrellaba contra el vidrio del auto y desaparecía con la misma velocidad con la que llegó allí. El encuentro con esa mirada aterrada me bastó para entender que no podía quedarme sentado. Él me miró y me dijo: “¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?” Abrí la puerta y me arrojé hacia el parque.
Fue un instinto. Corrí hacia donde había visto el claro. La voz me guiaba a través de la oscuridad con sonidos que me provocaban una tristeza inconmensurable que crecía a cada paso. Mis ojos se debatían por encontrar aquella voz en el vacío. Sentía el peso de la niebla sobre mis hombros. Mis pies tropezaban con ramas y raíces. La cercanía me permitía distinguir que aquella voz era un llanto, una súplica.
Allí lo encontré. Apenas alcancé a sostenerlo en mis brazos. Abrió sus ojos por última vez y dijo “Gracias. Llegaste.”
Estaba tendido sobre un banco justo en el centro del parque. En aquel lugar donde de día algunos niños juegan alrededor de la fuente y de noche otro muere en soledad, rodeado de silencio, de niebla, de olvido.
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“15 años. Parece una sobredosis. Una pena.” Dijo el policía.
lunes, 5 de enero de 2009
El reencuentro.
Estaba ansioso. Regresabas de Esquel. Hacía ya un mes que no te veía, que no te sentía.
Sonó el timbre de mi casa. La emoción jugaba con mi pulso y no me dejaba encontrar la cerradura.
Eras vos. Estabas del otro lado de la puerta. Cruzaste el umbral. Nos miramos. Los cuerpos se atrajeron como imanes. No pudimos detenerlos. Nuestras manos se condujeron con pericia sobre el cuerpo del otro. Recorrieron aquellos rincones tantas veces recorridos. Recordaron cicatrices y lunares. Una corriente eléctrica atravesó mi espalda cuando tus labios hicieron contacto con los míos.
En ese momento la ropa comenzó a asfixiarnos. La pasión derrotó a las costuras, a las hebillas y a los botones, que eran la prisión de nuestra piel.
En el recorrido hacia la cama quedó un tendal de prendas inertes y frías que agonizaban ante el vacío que habían dejado nuestros cuerpos, ahora desnudos, libres.
Un pequeño empujón te derribó sobre el colchón. Estabas indefenso, a la espera del ataque. Mis manos fueron re-conociendo cada centímetro de tu piel nueva y floreciente. Te estremecías ante el recuerdo del encuentro tantas veces imaginado, de ese recuerdo que ahora es instante, de ese instante que ahora es caricia, de esa caricia que ahora es encuentro.
Tu respiración intentaba sofocar a la impaciencia, mientras mi dedo llegaba al final de su aventura epidérmica. Se posó justo ahí, en aquel lugar que sólo vos y yo conocemos, aquel lugar que juntos descubrimos. Lo que era un suave suspiro se transformó en un jadeo ardiente que marcaba el compás de mis movimientos.
Mi boca, celosa de mis manos, que habían llegado a donde ella quería estar, no quiso ser menos y se lanzó precipitada a una carrera que dejaba a su paso un sendero de humedad que erizaba tu piel.
Por momentos jinete, por momentos la bestia, ambos cabalgamos sobre la montura del deseo. Nuestras voces a veces fueron susurros, a veces aullidos. En nuestras palabras se mezclaron el amor, la ternura y la vulgaridad. Tu sudor se confundía con el mío, ya no sabíamos donde terminaba uno y comenzaba el otro.
Toda la pasión y el desenfreno, las caricias y los besos contenidos por treinta días, culminaron repentinamente cuando nuestros ojos se encontraron. El tiempo se detuvo. No nos animábamos a hacer el más mínimo movimiento. Eran nuestros ojos que estaban hablando su lenguaje, un lenguaje sin palabras, sin gestos, un lenguaje que sólo ellos comprendían.
Te recosté suavemente sobre la almohada. Mis dedos recorrieron tu rostro, acariciaron tus ojos, tus labios, una sonrisa se dibujó cuando aquel cosquilleo te hizo suspirar. Lentamente acerqué mis labios a tu cuello, besé tus hombros, sentí tu aliento rozar mis oídos. Cada movimiento era tan lento que parecía que estábamos bajo el agua.
Sin hablar me lo pediste y nuestros cuerpos se unieron como si fueran dos mitades de un mismo todo que el tiempo bendijo con el reencuentro.